(Un relato en la Grecia antigua).
Él sabía que la tempestad no tardaría en llegar, las señales
de los dioses estaban a la vista y eran más que elocuentes. Había cerrado todas
las ventanas de su vivienda con sus postigos y los había asegurado con clavos robustos
y cuñas de madera. Deslizó la tapa de la pequeña mirilla desnuda en la puerta y
echó una fugaz mirada al cielo; la mañana se había convertido en algo extraño,
el gris plomizo había erradicado al azul del cielo, los pájaros volaban bajo,
huyendo de la acechanza de la inusual y tórrida ventisca que azotaba hoy al
Ática. Una vez más, Gaspar se enfrentaba a la visita amenazante del señor de todos
los vientos; él conocía en carne propia su potencia y había sido testigo de la
devastación tras su paso furtivo, una desgracia que su padre reiteradamente atribuía
a un castigo impuesto por los dioses a su familia a causa de la obstinación de
su madre por ponerle a Gaspar un nombre extranjero. Ah sí... tantas miradas y
llantos permanecían imborrables en su memoria, las familias sin techo, los
árboles de las laderas derribados como simples palillos, las esperanzas hechas
añicos y la elocuente desolación en los ojos de esos niños. Cómo olvidar ese
terror?
Y como era de esperarse, ni la paz ni la calma suelen ser para siempre, así que
los explosivos truenos - grito de batalla del señor de todos los vientos -
estaban llegando otra vez con su cortina de polvo y el frenético abatir de
postigos contra las endebles paredes de madera y adobe de las casuchas del
pueblo. El gris plomizo del cielo se hizo ostensiblemente oscuro, tenebroso y
violento, mientras las nubes empezaban a arremolinarse ya casi como un vórtice,
vaya uno a saber con qué certeros y secretos objetivos.
Mientras tanto en el interior de su vivienda Gaspar se debatía en soledad entre
el terror y la huida. Antes de cada tormenta esperaba que los dioses se llevaran
sus peores pesadillas y nunca tuviera que revivir la tragedia anterior. Su
instinto parecía querer tomarlo por su túnica, sacudiéndolo para que reaccionara,
para que cargara en su morral aquellas cosas importantes, algo de ropa, sus herramientas de albañil y carpintero, y abandonara ese lugar
sin perder un minuto. Por otra parte estaba también el miedo, ese enemigo tenaz
y paralizante, capaz de clavar un hombre al piso, agarrotar sus músculos y
sumirlo en la más completa inacción. Gaspar sabía que el miedo era el
instrumento de dominio que el señor de todos los vientos desplegaría contra él,
la furia de los elementos vendría a su encuentro para aniquilarlo, para hacerle
saber en carne propia que hasta ese momento había tenido suerte pero desde
ahora en más contaría su vida restante en segundos.
Con los ojos vidriosos de pavor vio cómo las sólidas paredes de adobe temblaban
y el techo parecía pedir clemencia; un ruido parecido al de una gran avalancha
lo aturdía, acelerando su pulso al extremo. El torbellino debía estar prácticamente
sobre su vivienda. Era el fin. Miró el cuenco de terracota sobre la mesa
sacudiéndose junto con toda la casa; la extraña tierra de la montaña azul junto
a la pluma de águila que le había obsequiado su abuelo aún estaban en su
interior. Aferrándose a la vida tomó el cuenco con la pluma y la tierra, abrazándolo
como un tesoro. El ruido era ya imposible de tolerar, los postigos de las
ventanas crujían, el final era inminente.
Y de pronto, el ruido ensordecedor pareció atenuarse un poco y llegó entonces a
sus castigados oídos una voz espectral:
- ¡Gaspar es la hora, he venido por ti! - era el señor de todos los vientos en
persona, no podía tratarse de una ilusión. Su voz tronaba, era en verdad
sobrecogedor escucharla. Gaspar gritó de pánico y cayó al pétreo suelo de
rodillas, soltó el cuenco que terminó rodando por el piso y cubrió los oídos
con sus manos. Miró aterrado una esquina de la habitación junto al techo y
comprobó que las paredes estaban deformándose, estaban próximas a ceder ante la
fuerza del viento. Gritó a su verdugo llamándole por su nombre:
¡Kirth, déjame
en paz, termina ya con este suplicio! ¿No te bastó con llevarte a mi familia,
maldito seas?
- Mi pobre Gaspar... - rió la terrorífica voz- hoy estoy particularmente
benévolo. Me he propuesto no duplicar la cantidad de víctimas de mi última
tempestad, ¡a menos que te resistas a mí, en cuyo caso procuraré ser más
creativo con los números, ja ja! ¿Vienes Gaspar, o debo hacer volar el tejado
al cielo para ver tu rostro?
Gaspar volvió a tomar el cuenco. La bella pluma estaba ahora completamente
sucia de tierra. Qué pena, pensó fugazmente Gaspar, siempre la había cuidado
tanto. Y como si una sensación de confianza antes de morir hubiera llegado en
su auxilio, se puso de pie y se acercó a la puerta. Todo temblaba, podía sentir
caer las tejas y los robustos troncos del tejado curvarse y crujir, tal vez uno
de ellos cayera directamente sobre él y lo aplastara como a un insecto. Pero se
sobrepuso a la perturbación y al miedo y continuó:
- ¡Aquí estoy! - gritó con todas sus fuerzas - ¡detrás de la puerta, pero no
habré de abrirla hasta asegurarme de que eres realmente Kirth y no uno de tus
vientos bromistas como Eolo o Tifón! Podrías estar engañándome así que echaré
un vistazo por la mirilla antes de salir!
Y Kirth le repondió con su voz de mil tormentas, - ¡¡Si he deshecho las velas
de los grandes buques, si he acabado con la vida de sus soberbios marinos, si
he arrasado sus ciudades y sembradíos a mi antojo, qué problema podrían
representar para mí los caprichos finales de un bravucón? Congelaré tu ojo y lo
romperé en mil cristales antes de que puedas mirarme, pero si eso es lo que
quieres... adelante Gaspar, tomaré tu vida de todas formas!!
Pero Gaspar no miró a través de la mirilla de la puerta. Determinado a luchar
hasta el final, quitó de sí mismo todo rastro de temor y se entregó por entero
a su destino, cualquiera que este fuese, enfrentando a la muerte de pie. Miró por última vez el interior de su
vivienda entre la amenazante penumbra y tomó firmemente el cuenco con su mano
derecha, la pluma y la tierra de la montaña azul aún estaban allí. Su mano izquierda sobre la tabla que cubría
la mirilla temblaba junto con la puerta; inesperadamente recordó al abuelo y
sus ojos grises, hasta su sonrisa parecía guiar sus pensamientos finales, y un fugaz esbozo de paz pareció inundar a
Gaspar, miró el cuenco de terracota con su humilde tesoro y se despidió de él y
de todo lo bueno que representaba mientras deslizaba la madera de la mirilla
abriendo el camino para que la furia de Kirth tomara su vida y la hiciera
añicos.
Y estrelló el cuenco contra la mirilla con toda su fuerza.
Una densa nube de polvo cubrió la puerta mientras los
pedazos de cerámica parecían caer lentamente hacia el suelo. La mano de Gaspar, ensangrentada por la
rotura del cuenco, parecía rebotar con retardo contra el grueso entablado de la
puerta, y fue en ese instante cuando sus piernas no pudieron sostenerlo más y
cayó otra vez. Pero sus ojos inflamados
vieron volar la pluma de águila arremolinándose contra la mirilla, y vieron
también entre el polvo materializarse el rostro de Kirth gritando con toda su
violencia, con llamas sobre su cabeza y remolinos de hojas que arrastraba con
su paso endemoniado.
Y entonces llegó el silencio.
Algo de dolor se deslizaba por la mano de Gaspar con sus
heridas pero era casi imperceptible, podría decirse que era apenas una molestia
en comparación con la tos, la sequedad y el ardor de su garganta; la nube de
polvo se fue volviendo cada vez más tenue a la vez que el tiempo parecía
haberse detenido. Era solamente una
sensación, Gaspar lo sabía, el tiempo continuaba transcurriendo pero el
silencio sepulcral volvía desconcertantes las cosas en aquél momento. Y la pluma comenzó a caer lenta hasta
tocar delicadamente el suelo llevando un poco de paz entre tanta confusión,
pero incluso le pareció a Gaspar haber escuchado un ruido sordo y lejano cuando
la pluma se apoyó por fin. Nada de esto
parecía real, pero menos real parecía el rostro de Kirth que permanecía inmóvil
anclado a la mirilla de la puerta como si estuviera petrificado, o mejor dicho:
como si de piedra se tratara, y hasta le pareció ver un rastro de sangre en el
rostro del señor de todos los vientos.
Si esta era la antesala de la muerte y los dioses habían
previsto así su final aparentaba ser una broma de mal gusto, pero los dioses
eran los dioses y su diversión – así como también sus secretos planes – estaban
más allá de la comprensión de los hombres.
Hasta creyó oír el lejano cencerro de alguna bestia de carga huyendo
como podía de la tempestad, pero los truenos ya no estaban allí. Finalmente uno
de los postigos cedió y entró luz por la ventana y la suave brisa del Egeo se
coló hacia el interior de la habitación. No habían dudas, la tormenta se estaba
disipando mientras los sonidos habituales de aquella colina sobre el Ática
empezaban a cobrar vida otra vez; Gaspar
se levantó como pudo y tomó un paño de lino que había sobre un banco de
madera; se envolvió la mano
ensangrentada con él haciendo un pequeño nudo, la luz matinal se hacía más
clara y se quedó perplejo ante el rostro
pétreo de Kirth pendiendo de la puerta.
No había lugar para el error, el rostro del señor de todos los vientos
estaba ahí, como si un talentoso escultor lo hubiera inmortalizado en piedra y
hubiera retratado toda su violencia amenazante.
El calor amainaba y la calma iba retornando a la
colina. Podía ahora oír el murmullo
cercano del denso bosque occidental acariciado por la brisa fresca que soplaba
desde las Cícladas, y podía aún sentir el latir de la sangre en sus venas;
¿sería posible que los dioses hubieran torcido su destino concediéndole
clemencia a pesar de la incontenible ira de Kirth? La calma que prevalecía
ahora era casi mundana, aunque no conocía la paz celestial de los dioses no
parecía que estuviera residiendo en un reino desconocido. Pero el rostro de
piedra inserto en la madera, eso sí que no era de este mundo, era
desconcertante y bello a la vez, incluso desprovisto del espanto y la violencia
que el poder ilimitado de Kirth esparcía sobre la tierra para suplicio de los
hombres. Fue hacia otra ventana y liberó las trabas del postigo para que
entrara más luz; y pudo ver restablecerse
la normalidad en la colina, las nubes disipándose y hasta un tímido arco iris
tratando de pintar en dirección al mar.
Regresó hacia la robusta puerta mirando el rostro inmóvil con
desconfianza, quitó el viejo perno de hierro y empujó con ambas manos sobre los
maderos hacia afuera mientras la claridad iluminaba ahora totalmente el rostro
de piedra. Ya en el exterior examinó la
puerta por el frente; el orificio rectangular de la mirilla estaba
completamente ocupado por piedra, inexplicablemente incrustada en la madera
como si la puerta hubiera sido construida alrededor de una pieza escultórica
pre existente y no hubiera espacio entre ambos materiales ni como para insertar
siquiera una espina de pescado. Y al dorso el enigmático rostro de Kirth,
manchado con sangre mortal, con su insondable misterio que confundía y sembraba
de dudas la mente del pobre Gaspar. ¿Qué rara magia contenían la tierra de la
montaña azul y la pluma, y cuál era la razón por la que su abuelo le había
obsequiado el cuenco hace tantos años? ¿Qué extraños sucesos vislumbró el
abuelo en la trama del destino antes de su muerte? El aroma del mar se abría camino
entre los árboles, los pastizales bordeando el sinuoso camino hacia la aldea se
abanicaban gráciles con la brisa mientras Gaspar permanecía absorto en sus
pensamientos, sin quitar su vista del rostro de piedra.
Hasta que se escuchó el graznido del águila en lo alto.
Grande, veloz, poderosa y bella, su potente canto sacó a
Gaspar de sus dilemas interiores y le hizo alzar la vista al cielo para admirar
su esplendor y comenzar a comprender.
Las cosas comenzaban a cobrar sentido.
Así como se disipaban las nubes iban diluyéndose las dudas en la cabeza
de Gaspar. El abuelo había vuelto,
estaba mirándolo desde arriba en diestro vuelo, acaso con los mismos ojos
grises que recordaba desde la niñez.
Corrió a buscar la pluma y la recogió del suelo, un poco desaliñada pero
aún bella, y salió nuevamente al exterior.
Alzó la pluma al cielo y gritó con todas sus fuerzas: ¡gracias abuelo!, y el águila regresó
con las alas desplegadas de par en par y otros potentes graznidos que resonaron
en la colina hasta que se perdió de vista a lo lejos.
Gaspar sonrió. Miró el techo de su vivienda; varias tejas
faltaban y muchas de ellas estaban destrozadas en el suelo, pero los maderos
resistieron y la casa seguía en pie a pesar del azote, señal inequívoca de que
no había sido un sueño ni alucinaciones.
Kirth había estado allí. Y conforme mejoraba el clima del día Gaspar fue
ganando confianza y seguridad, si bien con menos certezas que interrogantes
pero vivo y contento incluso hasta de su nombre extranjero.
Y aunque no estaba muy seguro de cómo
recomenzar las cosas, sintió de repente la necesidad y determinación de hacer
algo urgente e impostergable: desarmar
la sólida puerta de la vivienda que lo había mantenido a salvo de la tempestad
para invertir sus toscas bisagras y hacer que el pétreo rostro de Kirth mire
desde ahora y para siempre hacia afuera, para recordarle al señor de todos los vientos
que la próxima vez que intentara visitar el Ática para arrasarla, tendría primero
que vérselas con un mortal que no dejaría de darle batalla hasta el final, que
no serían suficientes ni el terror ni toda la violencia de los cielos porque completamente
alerta y enfrentando la puerta con el rostro de piedra como escudo estaría
esperándole Gaspar, vencedor de todos sus miedos.
Llamador para puerta repujado y cincelado (convertido aquí en ornamento para un perchero), realizado en cobre bronce y alpaca, inspirado en la leyenda de los dioses del viento griegos y representando a Kirth, el más poderoso de ellos.